diario obrero

La lucha contra el consumo es revolucionaria

La lucha contra el consumo es revolucionaria

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Escribe Maxi Laplagne

La mayor falacia existente en relación al consumo de drogas aparece por parte de quienes plantean el tema en términos de una novedad. En realidad, simplemente manifiesta la falta absoluta de cultura por parte de los apologistas, el mismo concepto griego de fármakon da cuenta de este asunto al significar, al mismo tiempo, remedio y enfermedad. «Haz que la alimentación sea tu remedio y no tu remedio la alimentación» rezaba la célebre consigna de la escuela de medicina de Cos fundada por Hipócrates y, fíjese, no se refería al consumo de ninguna droga sintética sino al abuso en la utilización de drogas naturales, ya sea plantas medicinas o bebidas purgatorias. Para los pitagóricos, por su parte, el consumo de drogas no estaba prohibido pero con la debida atención de que debía abandonarse su consumo una vez que el cuerpo y la mente volvían a su estado de armonía ya que la repetición en el consumo sólo podía alterar el estado de naturaleza. Todas las grandes escuelas del pensamiento universal fueron claras en defender la lucidez de la razón frente a la alienación del consumo.

Por su puesto que no se trata de interpolar un pasado tan antiguo, bajo otro sistema de producción social, al consumo de drogas en el capitalismo. En este caso, el argumento del apologista suele sustentarse en que la utilización de drogas medicinales da de por sí la habilitación para la legalización de todo tipo de estupefacientes, lo que para cualquier conocedor de la ciencia sanitaria, pero también de lógica formal, resulta en una falacia absoluta. No es la ciencia médica sino la medicina bajo el lucro capitalista la defensora de la medicación para casos de todo tipo, incluso de alteraciones mentales o humorísticas, a la vez que ha sido la propia producción anárquica del capital la que ha gestado un mundo infinito de enfermedades y traumas para los que se niega a buscar la cura definitiva, siendo el ejemplo máximo el SIDA bajo cuyo tratamiento los laboratorios hacen ganancias millonarias. En este punto, las drogas «ilegales» de laboratorio (también lo es marihuana, cuya semilla ha sido diseminada por el mundo entero por MONSANTO) llegaron también a la población bajo el discurso de la cura, porque incluso la recreación tan agitada por los izquierdistas de turno sería la sanación frente a uno de los mayores males del mundo contemporáneo: el aburrimiento y el hartazgo frente a una sociedad que nunca ofrece alternativas a la alienación bajo estupefacientes, azucares, la hiperexplotación (incluso deportiva o profesional) o la adicción tan difuminada a los video juegos, las redes sociales o la internet. La realidad es que para ninguna droga existe el autocultivo ni la autoproducción, toda ella sustentada por los grandes laboratorios. Quien se dice a sí mismo autocultivador de marihuana pues sabe al dedillo que se miente pues la cantidad a producir por un consumidor requiere, al menos, de varios decámetros cuadrados de tierra pero, sobre todo, productos artificiales monopolizados por los laboratorios ya que las condiciones climáticas de nuestro país no son las más beneficiosas para cultivar cannabis. La venta de marihuana se ha vuelto en una obsesión de los gobiernos de países atrasados como el nuestro, Brasil o Paraguay donde la agricultura carece de un desarrollo técnico sustentable para producir alimentos en masa. Millones de hectáreas están siendo arrasados en el Amazonas para el cultivo de Cannabis. Bajo el capitalismo, la legalización de un producto agropecuario no es ni si quiera una medida de libertad capitalista sino todo lo contrario, el reforzamiento de la propiedad terrateniente virreinal previa a las revoluciones de independencia.

Otro punto crucial resulta de analizar quienes son las capas sociales que más drogas consumen y sus razones. Es evidente que lo es la clase obrera pero, en este caso, por la simple razón de que es mayoría en la población. El consumo de estupefacientes es un mal que acecha a todas las clases sociales por igual. La burguesía ha virado del iluminismo kantiano a Dale Carnegie, de Wagner a David Guettade Rafael a Andy Warhol. Carente de objetivos históricos a cumplir, las mejores cabezas de las clases dirigentes acaban en el consumo de cocaína, algo que cualquier trabajador precarizado conoce de memoria, ya que los cocainómanos suelen ser el estandarte de supervisor en restaurantes, hoteles, farmacias y boliches, descargando toda la ira de sus fracasos profesionales en jóvenes (hombres y mujeres) explotados. Pero, obviamente, el pequeño burgués puede volver tranquilo a su casa no así el obrero al que se le convida de sustancia para poder superar la extenuante jornada de trabajo. En la Argentina contemporánea el consumo es la regla universal entre la juventud trabajadora, tanto a la entrada como a la salida de la fábrica, el comercio o hasta el hospital. La razón es bastante sencilla, ya que la cantidad de jóvenes que llegan a ocupar puestos de trabajo acordes a sus intereses no llega a un porcentaje de dos dígitos, la clase obrera se ve condicionada a una vida de sufrimientos en el que el salario ni la educación pujan en ningún momento por la resolución de los problemas de salud mental mediante tratamientos psicológicos. El consumo de antidepresivos se ha vuelto lo normal entre los estudiantes secundarios lo que mixeado con estupacientes se transforma en un cóctel explosivo para sí mismo, para sus familiares y para los seres que lo rodean. El combo acaba, otra vez, en reacciones violentas de todo tipo.

La marihuana hace las veces del mismo soporte. El consumidor se suma al discurso según el cual la planta genera determinados movimientos neuronales que permiten enervar la creatividad pero tan sólo es verdadero que la planta genera alteraciones celulares mas no un nacimiento de los dones artísticos, los cuales solo pueden ser fruto de la concentración, el esfuerzo y el trabajo. Sin embargo, a la gran masa obrera le es absolutamente vedada la educación artística y espiritual, lo cual lleva a la búsqueda de su reemplazo en algún tipo de acción mágica, como si fumarse un porro pudiese solucionar diez años de ensayos de notas musicales en guitarra o de vectores para la pintura plástica. Y allí, sin dudas, emergen las drogas sintéticas, siempre como consecuencia de la carencia que generan el consumo, primero, de alcohol y, luego, de marihuana. El éxtasis y el LSD han nacido al ritmo de la guerra mundial, cuando Hitler decidió ofrecer estupacientes a sus soldados para que no teman al masacrar a pueblos enteros y, una vez acabado el conflicto bélico, fue elevado al comercio mundial (nadie puede decir que la pepa es ilegal, ya que se consigue en absolutamente cualquier barrio del mundo) por medio de las grandes fiestas musicales beats o electrónicas en las que se seduce al público al consumo para generar una mayor conexión con las vibras musicales, una absoluta falta de respeto a la armonía melódica cuyo sustento esencial no es la repetición incesante del sonido a vibras elevadas sino la escucha atenta del silencio para detectar, dialécticamente, la voluntad del sonido. Otra vez el consumo de drogas sintéticas tiene como base social la escasez del impulso cultural a las masas.

La izquierda que agita el consumo es evidente que no consume, eso es lo peor de todo, ya que cualquier consumidor del mundo se reconoce a sí mismo como alterado, en problemas y pide auxilio, quizá no en el primer momento de consumo pero sí en los días posteriores. Gabriel Solano, por ejemplo, es evidente que nunca en su vida se tomó una pastilla porque de haberlo hecho él mismo combatiría su consumo. El adicto atrapado en la droga vive una vida de calvarios en el que los sentimientos humanos más elementales se resumen a la posibilidad de poder ser elevados mediante el consumo en una ruleta que nunca acaba. El consumo genera, por su parte, una competencia incesante entre iguales ya que para el adicto sólo existe el camino para conseguir su sustancia, puede relacionarse con otros cuando la sustancia no escasea pero se vuelve hostil a la sociedad cuando escasea, ya que ve en peligros su dosis, siendo así la mejor analogía del sistema de competencia feroz que ha engendrado el capitalismo en retroceso. Hoy por hoy la burguesía es sumamente partícipe del consumo porque ve allí la base de la disgregación social que no permitirá jamás al oprimido considerarse un igual con los suyos porque siempre existe términos materiales de por medio, si el obrero lúcido no tiene nada que perder, el adicto está atado a las cadenas de su consumo. En Chile, tras la revolución iniciada en el año 2019 grupos de comunistas y anarquistas se movilizaron contra los grandes centros de narcotráfico con armas en mano y los expulsaron de las grandes ciudades como Valparaíso, entre ellos se contaban grandes grupos de madres cuyos hijos habían sido atrapadas por el consumo.

La lucha contra el consumo es social, sí, pero también personal. La izquierda no puede hacer de él un problema simple, de poco desarrollo, provocador, ello es no entender la psiquis del adicto, siempre tendiente a «rebelarse» contra el statu quo. No. Si la izquierda realmente se interesa en la lucha contra el consumo lo más importante para ello es la humanización de sus posiciones porque sólo mediante el mayor acto de individuación y acción personal el sujeto puede escapar a su adicción. Una izquierda hostil a la personalidad, hostil a los gritos de amor, hostil a la vida creativa, al arte y a las innovaciones podrá patalear contra el consumo pero jamás avanzará un paso en su batalla, lo cual ha sido demostrado por grupos comunistas de argentina que militaban «contra la droga» (PCR) pero acabaron formando parte de los gobiernos de los narcotraficantes de heroína (Anibal Fernández). Este último punto es crucial y quizá el más importante, la comprensión del estado capitalista él mismo como un dopador de las masas. Todo para la burguesía es una excusa para vender lo suyo, sobre todo las innovaciones culturales como los derechos LGTB que son monopolizados por los grandes dueños de boliches electrónicos que acabaron con la vida de los jóvenes en Time Warp, sí, pero con la cabeza y las neuronas de cientos de miles de jóvenes atrapados en la esperanza de libertades que la droga nunca dará.

En fin. La internacional socialista debe rechazar el consumo de drogas y colocar el debate sobre la individuación humana como uno de los temas más apasionantes para el progreso del proletariado internacional. El socialismo, en fin, no es más que la suma de voluntades realizadas.