La Revolución de Mayo | Halperín Donghi

Texto correspondiente al capítulo 4, La crisis del orden colonial, del libro Revolución y guerra, formación de una elite dirigente en la Argentina criolla

El virrey sabe hasta qué punto la situación local depende de la metropolitana; por eso intenta dosificar la difusión de las noticias que comienzan a llegar sobre el curso desdichado de la guerra. Su intento es desde luego desesperado; son demasiados los que –en el tono de la más honda consternación– harán conocer desde Río de Janeiro, desde
Montevideo, las nuevas etapas del derrumbe metropolitano. Desde el Alto Perú, un celoso servidor del orden imperial –José Vicente Cañete– escribe para Cisneros un profético memorial sobre los previsibles efectos de un revés en la guerra y el mejor modo de atenuarlos; propone que los virreyes se pongan a la cabeza de una reorganización de
las Indias que incluya la creación de cuerpos representativos locales.


Cañete advierte sin embargo demasiado bien las tensiones contra cuya presión propone erigir diques que ni aun él mismo considera demasiado sólidos: la falta de cohesión interna del aparato social de las Indias,
que ve amenazado de quebrarse bajo el estímulo de la rivalidad entre los peninsulares y la elite criolla, le prohíbe todo optimismo; aun para este defensor del orden establecido este tiene posibilidades muy limitadas de sobrevivir a la tormenta que se avecina. Ese pesimismo esencial parece gobernar también la conducta del último virrey, dispuesto a
cumplir hasta el fin lo que considera su deber, pero no a anticiparse a la previsible crisis arriesgando un enfrentamiento con los grupos que, según sabe demasiado bien, le han otorgado sólo provisional lealtad y
están a la espera de las nuevas de España para retirársela.

Son por lo tanto esos grupos los que, sin hallar ya oposición local organizada, separan a Buenos Aires de la metrópoli, en la que la autoridad de Sevilla ha sucumbido a la derrota militar y la disidencia interna. La que surge en Cádiz para reemplazarla no será ya reconocida en la capital del virreinato; la noticia oficial de su creación llegará demasiado
tarde para influir en la crisis del vínculo colonial, rápidamente consumada por la decisión –ahora tan firme– de los mismos cuya cautela había hecho posible la inesperada concordia que marcó el breve virreinato de Cisneros. Esa cautela tiene ahora su premio: la hegemonía militar sigue en manos de los mismos que la ganaron en enero de 1809; si el apoyo del aparato administrativo imperial que favoreció esa primera victoria ha dado ya paso a una cerrada hostilidad, el nuevo agravamiento de la crisis metropolitana debilita necesariamente a ese sector; los breves meses de administración de Cisneros tampoco han transcurrido en vano para los que en enero de 1809 se habían lanzado a una conquista del poder demasiado audaz: el cabildo de 1810 no está animado de la misma clara ambición de poder que el de 1808; los que entonces lo habían dominado no han logrado reconquistar la que había sido su fortaleza y,
por otra parte, parecen menos seguros de poder mantener ambiciones políticas tan exaltadas. Algunos de sus seguidores –como el próspero comerciante catalán Juan Larrea– y asesores –como el brillante abogado criollo Mariano Moreno– están ahora, junto con los jefes militares que les infligieron la derrota de enero de 1809, entre quienes se aprestan a dar el golpe decisivo al antiguo orden. Más aún que esas defecciones es notable la pasividad con que los que no se unen al movimiento vencedor asisten a su triunfo, casi públicamente preparado; en esa pasividad
se refleja no sólo una imagen más sobria del poderío real del grupo, sino su desencanto ante un orden colonial tan escasamente dispuesto a reivindicar a sus defensores. Cisneros ha respetado en lo sustancial el equilibrio de poder que encontró a su llegada; ha otorgado además la autorización para comerciar con Inglaterra que Liniers no había osado
conceder (aunque el solo proyecto de hacerlo le había sido reprochado como un crimen por sus enemigos todavía dueños del cabildo) y que inauguraba esa revolución comercial tan temida por los mercaderes que habían formado el núcleo del partido vencido en enero de 1809. No tiene entonces nada de sorprendente que este haya preferido no correr los riesgos de una defensa activa del sistema que tan mal venía sirviéndolo.

Esa pasividad –sumada a la prudencia de los funcionarios enfrentados con una crisis que es la de la autoridad a la que deben su propio poder–, sin eliminar la oposición al cambio que se avecina, hace que ella se vuelque en los canales que los directores del proceso revolucionario le abren y se resuelva en último término en una legitimación del proceso mismo.

Así el entero curso de la crisis institucional es concertado entre partidarios y adversarios del cambio del sistema bajo la constante presión de los primeros, pero sin que ella sea denunciada por los segundos como motivo para abandonar un juego sobre cuyo desenlace no caben ilusiones. Por el contrario, cuando ese elemento de coacción no es ignorado,
se lo invoca para justificar la perseverancia en la búsqueda de soluciones concordadas, que ocultan mal la capitulación de un sector frente a otro: es precisamente la necesidad de evitar un mal mayor (consistente en un enfrentamiento violento) la que sirve de explicación para las progresivas concesiones de los que, siendo adversarios del cambio, hacen en verdad muy poco para evitarlo.


Frente a ellos se encuentra en primer término la fuerza armada cuyo equilibrio interno Cisneros no había osado transformar; de ella depende el desenlace de la crisis y, sólo cuando es sobriamente desahuciado por
ella (es decir cuando sus jefes se declaran impotentes para mantener el orden), Cisneros advierte que debe inclinarse ante sus vencedores. Esa decorosa confesión de impotencia expresa ciertamente mal la actitud de
los oficiales que reconocen como suyo al jefe del primer regimiento de Patricios, el coronel Saavedra; más que remisos en la defensa del viejo orden, se muestran activos en su destrucción. Esta se dará en una semana febril, entre el 18 y el 25 de mayo, que transcurre en el mismo escenario y con equivalentes personajes que la jornada de enero de 1809: el vasto vacío de las plazas centrales sólo ocasionalmente se llena de una multitud sobre cuyo volumen y representatividad los testigos contemporáneos no están más de acuerdo que los historiadores;28 en el Fuerte y el cabildo que las flanquean, funcionarios, capitulares, dignatarios, vecinos distinguidos, oficiales del nuevo ejército, luego de los meses de congelamiento del equilibrio que Cisneros ha sabido asegurar, vuelven a realizar, en el
reducido tablero político local, movimientos que saben decisivos.


De esos días agitados los protagonistas parecen conservar recuerdos desordenados. Ellos comienzan el 17 con la publicación oficial de las malas nuevas de la Península; la resistencia antifrancesa sólo sobrevive en la bahía de Cádiz y la junta sevillana ha sido trágicamente suprimida por una pueblada que busca responsables de la derrota. Esas deplorables noticias parecen serlo sin embargo mucho menos que los rumores con los cuales compiten ante una opinión pública incrédula; su misma publicación fue unánimemente olvidada por los protagonistas del proceso
(incluido el virrey que la ordenó). Por medida precautoria, las tropas de los regimientos militarizados (que siguen siendo, como se ha visto ya, los continuadores de los que han apoyado en enero de 1809 a Liniers) son acuarteladas, y en nombre de sus oficiales el virrey es intimado a abandonar su cargo, caduco junto con la autoridad suprema del que deriva; en nombre de esos mismos oficiales se solicita al cabildo actuar en la emergencia. El 21 la presión se ejerce ya de modo menos discreto; una breve muchedumbre (sin duda menos de 1000 personas), reclutada entre el
bajo pueblo por tres eficaces agitadores, se reúne en la plaza; el virrey y el cabildo se deciden a enfrentar la situación mediante una junta general de vecinos que reúna a los principales de la ciudad; el coronel Saavedra, por su parte, ofrece el auxilio de la tropa bajo su mando para asegurar el orden durante la reunión.

El cabildo abierto crea así una nueva instancia y ofrece a los defensores del orden vigente una nueva oportunidad para afirmarse contra las presiones que vienen sufriendo. Contra lo que quiere una tenaz leyenda, la selección de los invitados a la junta corrió a cargo de los capitulares, poco favorables al naciente movimiento, y el estilo de votación practicado (que en todos los casos fue nominal) excluía la posibilidad misma de intervención de participantes no incluidos entre los invitados. Pero de entre estos casi la mitad (200 sobre 450) prefirió no concurrir; entre los
que finalmente se hicieron presentes, los dispuestos a defender el orden vigente se hallaban desde el comienzo en minoría.


No se intentará aquí reconstruir una vez más –sobre la base de un acta desesperadamente concisa,29 y de una multitud de tardíos testimonios excesivamente verbosos– los argumentos cambiados en la reunión, abierta con un llamamiento de los capitulares a la moderación y la prudencia en las deliberaciones. Baste indicar que la existencia misma de la crisis institucional no fue puesta en duda y que no parece haberse producido discordia sobre las bases jurídicas de cualquier solución; la posibilidad de una decisión popular que cubriera interinamente las vacantes del poder soberano no sólo estaba sólidamente fundada en textos legales; más importante era que la crisis resolutiva de la monarquía absoluta española había devuelto a esos textos una inesperada actualidad. El del 22 de mayo no es entonces un debate ideológico sino una querella de abogados que intentan utilizar un sistema normativo, cuya legitimidad no discuten, para fundar en ella la de las soluciones que defienden. Ya no se discute entonces esencialmente si la autoridad del virrey ha caducado o no en derecho; mucho menos se debate si la apelación a la voluntad popular propuesta para crear una autoridad nueva se inspira en las prescripciones de las Siete Partidas o en las opiniones de algunos tratadistas del setecientos; interesa mucho más establecer quiénes han de ocupar el
poder vacante.

Sobre este punto la reunión ofrece una respuesta matizada: la prudente ausencia de muchos asegura una mayoría para los innovadores pero no les proporciona a la vez la necesaria cohesión; quienes han llevado adelante la presión y la agitación parecen haberse preparado mal para el enfrentamiento en el cabildo abierto (el hecho mismo de que la
votación era tomada según un orden que respetaba mal el de los liderazgos ya establecidos en el grupo renovador hubiera exigido una muy estricta disciplina de voto). El resultado es una decisión que marca sin duda la quiebra con el antiguo orden, pero que deja al cabildo la tarea de establecer un nuevo gobierno; esa solución había sido por otra parte transparentemente sugerida en la alocución capitular que había abierto la sesión.

El cabildo queda así dueño del campo; más exactamente, dueño del próximo movimiento. Su libertad de acción es escasa, sus ambiciones han sido ya limitadas por la experiencia de 1809… La solución que surge de sus deliberaciones está sin duda inspirada por la prudencia: el virrey es transformado en presidente de una junta; de los cuatro vocales que la integran, dos (el comandante Saavedra y el doctor Juan José Castelli) son jefes visibles del movimiento que viene impulsando el cambio institucional; los dos restantes –el canónigo Sola y el peninsular Incháurregi– han apoyado el 22 a ese partido intermedio que había querido dejar sencillamente el poder en manos de los capitulares. Es así como la junta de gobierno refleja bastante fielmente, en su misma incoherencia, el equilibrio de fuerzas puesto de manifiesto en el cabildo abierto; los jefes revolucionarios designados no parecen haber vacilado en incorporarse a ella. Pero ya el mismo día 24, en que el cabildo entrega el poder a la junta por él creada, el conflicto resurge; los oficiales se resignan mal a dejar el supremo comando militar en manos de Cisneros, y los que en la junta los representan se retiran de ella. Los capitulares intentan defender su creación, pero reciben nuevamente el sobrio desahucio de los jefes militares. Los vocales de la junta instaurada el 24, al anunciar la renuncia de su presidente, parecen creer que su propia investidura
no está en entredicho; solicitan, en la mañana del 25 de mayo, que el cabildo designe un reemplazante para Cisneros. Una nueva jornada de acción impone un desenlace diferente; la plaza es de nuevo teatro de agitación popular y de los concurrentes surge un petitorio que el cabildo se apresura a recoger: una junta más amplia que la del 24 ha de sustituir la autoridad del virrey. La preside Saavedra, que recibe así finalmente el supremo poder militar; la integran Juan José Castelli y Manuel Belgrano, ambos abogados y veteranos de las tertulias políticas que tanta parte han tenido en la preparación de los sucesos, junto con el eclesiástico Manuel Alberti, el hacendado y oficial Miguel de Azcuénaga y los comerciantes peninsulares Juan Larrea y Domingo Matheu. Sus secretarios –por el momento sin voto– son los doctores Juan José Paso (que el 22 de mayo se ha hecho notar con una defensa más eficaz que sólida del derecho
de Buenos Aires a tomar decisiones por el entero virreinato) y Mariano Moreno, que cuenta con la confianza de los capitulares y en 1809 ha sido uno de los sostenedores del golpe de Álzaga.


¿De dónde ha surgido la iniciativa a la que se debe la formación del cuerpo? No es fácil saberlo; un testimonio tardío la atribuye a la súbita inspiración de uno de los agitadores surgidos el 21. Si bien esa versión
excesivamente simple no parece creíble, es difícil sustituirla por otra más satisfactoria; es significativo, por otra parte, que desde Saavedra –cuya trayectoria entre el 22 y el 25 fue menos lineal que en la etapa inmediatamente anterior– hasta Moreno, sorprendido por su propia designación, pasando por Belgrano, que declaraba no “saber cómo ni por dónde” había surgido la nueva junta, y Azcuénaga, que antes de integrarla quiso dejar expresión de sus escrúpulos legalistas, los más de los miembros del cuerpo que nos dejaron testimonio sobre su designación coinciden en manifestarse ajenos al proceso del que ella surgió. Es preciso admitir entonces que un movimiento sólidamente encauzado en sus primeras etapas por una dirección que sabe mantenerlo bajo control deja paso a una espontaneidad nueva, destinada por otra parte a una breve vigencia: la instalación de la junta, la concentración del poder político y el militar, aseguran la institucionalización del mismo liderazgo cuya eficacia se hizo sentir en las jornadas previas al 22.


Pero si caben dudas sobre el origen preciso de la solución que se impone el 25, estas no son válidas en cuanto a los mecanismos mediante los cuales esa solución es impuesta: nuevamente es la decisión de los jefes militares la que entrega la plaza a los descontentos con la junta creada por el cabildo; los petitorios presentados a este llevan por otro lado la huella de haber surgido, por lo menos en parte, en el marco de la organización militar urbana. ¿Es decir que los acontecimientos que pusieron fin al orden colonial fueron fruto de la acción de una reducida elite de
militares profesionales, audazmente dispuesta a aprovechar la pasividad nacida del desconcierto no sólo de los representantes del antiguo régimen, sino también de la masa de la población urbana? Esta es la conclusión que de hechos bien conocidos en sus rasgos esenciales y mejor dilucidados por ellos mismos en algunos detalles han querido extraer algunos estudiosos, y con particular insistencia el doctor Marfany. Pero dicha conclusión no se deduce necesariamente de los hechos alegados, y estos autores hacen quizá demasiado fácil su cometido al postular como
única alternativa posible a la revolución militar una revolución popular
que, para serlo, hubiera debido contar con el apoyo de la mayor parte de la población, expresado a través de actos que hiciesen posible a los estudiosos actuales alcanzar conclusiones estadísticamente satisfactorias sobre la efectiva existencia de ese apoyo mayoritario. ¿Es necesario señalar que tan exigente definición hace totalmente inútil la noción de revolución popular? Sería vano, en cambio, buscar en esos autores un examen de la función concreta que cumplió la organización militar en el
contexto político y social de la ciudad prerrevolucionaria. Buenos Aires tenía en 1810 alrededor de 40 000 habitantes en el recinto urbano, quizá 50 000 contando los arrabales; hay 3000 soldados y clases en los cuerpos urbanos, el 24 de marzo de 1810; el número, sin duda el más bajo desde que comenzó la militarización urbana en 1806, corresponde a soldados y suboficiales recogidos –con relativa eficacia– en cuarteles y muestra cómo una proporción insólitamente alta de la población activa sigue encuadrada en la disciplina militar. Sus jefes son los que han surgido de la
afiebrada organización de cuerpos urbanos a partir de 1806; pocos de entre ellos viven solamente de la remuneración –excesivamente modesta, a la vez que demasiado onerosa para el abrumado fisco– que sus tareas militares les aseguran; más de uno está lejos de haber renunciado, a causa de esas tareas, a sus actividades de tiempos más apacibles. Y aun para los que han encontrado en las armas una nueva profesión, en la que han de perseverar luego de 1810, ese vuelco de actividades es relativamente reciente y está lejos de separarlos de los sectores entre los que han sido hace poco reclutados. Pero la alternativa entre un origen militar y uno civil para la revolución es aún más irrelevante si se recuerda que sólo a través de la militarización de la elite criolla se han asegurado, a la vez que una organización institucional, canales también institucionalizados de comunicación con la plebe urbana. Sencillamente, no existe entonces para los grupos deseosos de poner fin al vínculo colonial otro marco organizativo que el que le proporciona la militarización. Pero esa militarización tan vasta, en cuyo marco ha de darse necesariamente la organización misma del sector que será revolucionario, sólo permite definir a la revolución como militar
en un sentido que hace a esta definición, si no inexacta, escasamente ilustrativa: la revolución militar es a la vez la revolución de la entera elite criolla: los dos términos, que parecerían mutuamente excluyentes, designan aquí dos aspectos de una misma realidad.

El sólido apoyo de los regimientos urbanos ha sido el que ha asegurado una transición sin violencia ni abierto escándalo; el virrey ha firmado los sucesivos documentos que atestiguan la progresiva abdicación del antiguo régimen. Queda aún por asegurar a la revolución la obediencia de la totalidad del territorio al que pretende gobernar; ya el 25 de mayo se decide el envío de misiones con apoyo militar al Interior, para llevar la buena nueva y aplastar posibles disidencias frente al nuevo orden. Ni la revolución ni la guerra han osado decir su nombre; sin embargo,
una y otra se instalan en el Río de la Plata, y no lo abandonarán antes de haberlo transformado profundamente.


Esa transformación se hace sentir ante todo en la esfera político-administrativa; no sólo en cuanto pone fin al predominio de una burocracia de base metropolitana, sino en la medida en que afecta al grupo mismo que la reemplaza; esa elite criolla a la que los acontecimientos comenzados en 1806 han entregado el poder local debe crear de sí, a la vez que una clase política, un aparato militar profesional del que aún carece; su nuevo papel protagónico le impone entonces una modificación profunda, que no podría darse sin desgarramientos. De ella surgen los
hombres que entrarán en la que, en expresión llena de sentido, se ha de llamar “la carrera de la revolución”; pero, a medida que las adversidades se agolpan, halla cada vez menos fácil reconocerse en esos hombres (cuya audacia le asusta un poco, cuyo poder necesariamente arbitrario termina por temer aún más) que se han identificado con esa empresa –que comenzó por parecer fácil y luego se reveló casi desesperada– que fue la revolución.

47 comentarios sobre “La Revolución de Mayo | Halperín Donghi

  1. Pingback: 3chastity
  2. Pingback: gay mature chat
  3. Pingback: free gay chat line
  4. Pingback: gay chat zone
  5. Pingback: gay male cam chat
  6. Pingback: fcn free gay chat
  7. Pingback: chat gay
  8. Pingback: gay chat roullrtte
  9. Pingback: paper writing help
  10. Pingback: 2mitigate
  11. Pingback: design coursework
  12. Pingback: degree coursework
  13. Pingback: coursework info
  14. Pingback: Anónimo
  15. Pingback: do my coursework
  16. Pingback: coursework writer
  17. Pingback: coursework service
  18. Pingback: the dating game
  19. Pingback: over dating
  20. Pingback: top dating sites
  21. Pingback: europe free chat
  22. Pingback: best dating web
  23. Pingback: mature singles
  24. Pingback: hk usp 45 expert

Los comentarios están cerrados.