El pensamiento de Heráclito

La divulgación de la filosofía se ha transformado en un problema de primer orden para los tiempos que corren. Se trata de una cuestión netamente política. De la mano de la debacle social a la que asistimos, el ser humano también – y sobre todo – pierde en sus capacidades espirituales. El desencanto «a la política» no necesariamente es revolucionario si se la aborda de la manera en que lo hicieron las escuelas filosóficas de la posmodernidad. Desde los años `10 del Siglo XX la fenomenología, primero de Edmund Husserl, luego de Jean Paul Sartre y de varios otros han hecho del escepticismo el centro de los sistemas de pensamiento. Para ello, vuelven a la modernidad, tiempos en que Renato Descartes planteaba, frente a la iglesia, que incluso la existencia de Dios podía ser puesta en duda. En realidad, no hay nada que no pueda ser dudado, excepto «que estoy dudando». Como dudo, entonces, pienso y existo. En dos oraciones hemos tirado por la borda el pesimismo: el momento de ser escéptico es necesario para el pensamiento. Es necesario poner en duda todos los postulados; ahora, por más ciertos que estos parezcan, sin embargo, la duda es sólo un momento del proceso del pensar que se supera con la existencia individual del sujeto. Como los existencialistas fanáticos del relativismo gnoseológico se presentaban ellos mismos como «representantes del materialismo dialéctico», esto es, del marxismo, hacían un trabajo de lujo para la reacción fascista: la existencia del sujeto quedaba del lado de los que sí creían en algo, de los que le escapaban a la duda, de los que creían en Hitler como la realización absoluta del ser alemán. En fin, la fenomenología hizo el trabajo filosófico que Hitler por su cuenta no podía. Martín Heiddegger acabó siendo la mano derecha del Reichstag en la academia.

Cuando el nazismo perdía fuerzas, entonces, los fenomenólogos viraron como un trompo y se hicieron seguidores de la doctrina estalinista. Fue en con sus últimas fuerzas que el francés Sartre escribió La Crítica de la Razón Dialéctica. Ahora los sartreanos hacían en la filosofía lo que el Kremlin en los Gulags y culpaban al pensamiento dialéctico de haber llevado a la sociedad a la controversia. La controversia, en este caso, eran los levantamientos que se preparaban en Praga contra la burocracia soviética y los mismos estudiantes franceses que acabarán por lanzar desde los balcones a todos los académicos que habían encerrado durante décadas al marxismo en las bibliotecas. Desde el punto de vista de los sartreanos, el pensamiento dialéctico es una práctica que implica la toma de posición, nada más alejado de la realidad y falto de profundidad, ya en el 540 antes de Cristo, en la ciudad de Éfeso, una colonia de la antigua Grecia, Heráclito – «el oscuro», tal como lo apodaron sus contemporáneos por su forma de expresarse – había descubierto que, en realidad, la dialéctica es la forma natural del pensar, que todo pensamiento implica la posibilidad de negarlo, que lo que es, es, porque también existe lo que no es, que una persona «no se baña dos veces en el mismo río» y, finalmente, que aunque todo cambie y fluya de forma permanente, lo único que no cambia es el cambio constante.

Heráclito se oponía a lo que llamaba polymatheia, en español, «los muchos saberes», en criollo, «el que mucho abarca poco aprieta». Se trata de la primera forma de expresión de la profundidad del pensar. Antes que él, Parménides de Elea, otro filósofo de la época, había planteado que «el ser y el pensar son la misma cosa», es todo un espíritu de sus tiempos y se trata nada más y nada menos que del surgimiento de la filosofía occidental. El descubrimiento del pensar es sumamente importante porque modifica radicalmente la forma en que se han abordado los estudios científicos posteriores a lo largo de la historia: para Heráclito la filosofía no se trata de acumular saberes para repetir como un loro sino, al contrario, de reconocer la ignorancia frente al mundo que nos rodea y reflexionar sobre él. De esta filosofía nacerá la famosa frase de Sócrates: «Sólo que no sé nada» y, fíjese – este es el punto más importante – saberse ignorante a sí mismo – implica dos cosas: reconocer mi propia existencia y comprender los límites de mi conocimiento. Ahora bien, agarrado de estos límites, los escépticos de todos los tiempos han pretendido hacer de la filosofía clásica una oda al relativismo, un absurdo absoluto pues de lo que se trata el reconocimiento de la ignorancia es de una verdadera herramienta para pujar la profundidad del pensar. La filosofía heraclitea decantará con el tiempo en Platón – el primero que se animó a considerarlo «un verdadero filósofo» y, como consecuencia, en los descubrimientos siempre sustanciados del gran maestro Aristóteles. Es decir que la reflexión, la duda, la crítica y el escepticismo son apenas una etapa del desarrollo del pensamiento filosófico. Un momento crucial y necesario, sí, pero apenas un momento.

Ni de cerca este texto buscó la sutileza de una filosofía acabada y profunda, en cambio, sí abre las puertas teóricas de problemas políticos y sociales que nos tocan el timbre. El escepticismo es apenas una etapa del proceso de pensamiento. La negación de la verdad da paso a otro desarrollo distinto, el cual ahora depende de la libertad del sujeto para poner en consideración todo aquello que antes consideraba verdadero pero que ahora se ha volado por los aires. En la lucha contra el fascismo resulta fundamental ir más allá de la duda, destruirla con el martillo y dar paso total a la existencia del ser, el cual, a su vez, vive su existencia como un animal político.

Maxi Laplagne