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La epidemia de fiebre amarilla

La epidemia de fiebre amarilla

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Escribe Cata Flexer*

Antes del COVID, nuestro país tuvo su propio gran episodio epidémico con la fiebre amarilla en el año 1871, con epicentro en la ciudad de Buenos Aires. Apenas once años antes, Buenos Aires se había unido a la Confederación y, aunque en los manuales de historia éste hecho aparece como el punto final a las guerras civiles y el primer paso hacia la consolidación nacional, faltaba aún la “conquista del desierto”, la masacre sobre el Paraguay y la derrota del último gran levantamiento contra la intervención “argentina” (en su naturaleza imperialista) justamente contra el Paraguay independiente. En la epidemia de fiebre amarilla se juntan todos estos condimentos.

1871, Sarmiento volvía victorioso de masacrar al Paraguay. Volvían también los soldados, a quiénes era difícil diferenciar, por las condiciones en las que vivían, de prisioneros de guerra: harapientos, muertos de hambre y enfermos. Así llega a Buenos Aires la fiebre amarilla, endémica en las zonas amazónicas. A pesar de que regía la cuarentena para los barcos llegados del Paraguay por la presencia de la enfermedad, el propio gobierno ignoraba las restricciones, facilitando la propagación del virus, que justamente se expandió primero en los barrios cercanos al puerto de La Boca. Entre enero y junio de ese año (cuando se dió por terminada la peste) murió el 7% de la población de la Ciudad, poco más de 14.000 ciudadanos de los 200.000 habitantes que tenía en ese momento Buenos Aires.

Los gobiernos oligárquicos comenzaron ignorando la propagación de la peste para luego tomar medidas contra la población trabajadora de los conventillos porteños. Sólo muy tardíamente, en abril, el gobierno decretó el abandono de la ciudad, cuando ya un tercio de la población la había abandonado.

El combate contra la fiebre amarilla fue en Buenos Aires casi una guerra civil contra la naciente clase obrera, que por otra parte apenas contaba con organizaciones propias para la época. Incluso los higienistas, corriente médica-sociológica que ubicaba el orígen de las enfermedades en el hacinamiento de las ciudades, apuntaba sólo en segunda instancia a mejorar las condiciones de vida de la población y en primer lugar en responsabilizar a los inmigrantes hacinados en los conventillos. Mientras la mayor parte de las clases altas porteñas abandonaba la ciudad, un pequeño pero activo grupo de médicos se hacía cargo de la situación, pero al tiempo que atendían con todo su empeño a la población (en un esfuerzo que acabó con la vida de muchos de ellos), llevaban a la policía para que cerrara las casas de inquilinato en las que surgían los brotes, dejando a sus habitantes en la calle. El diario La Nación denunciaba cómo, en edificios donde cabrían unos cincuenta habitantes, vivían hacinados trescientos, omitiendo que los dueños de los conventillos no eran sus pobres habitantes sino alguno de los ricachones exiliados en la afueras. Quienes décadas más tarde fundarían la Liga Patriótica no tuvieron tapujos en imputar la peste a los pobres gallegos y tanos, los inmigrantes que huían del hambre en Europa para formar parte de la naciente clase obrera argentina.

Los higienistas sin embargo también fueron los únicos en señalar la necesidad de mejorar la infraestructura sanitaria de la ciudad (en los años siguientes se construiría la red cloacal y de agua corriente) y dieron las únicas pautas que permitieron paliar la epidemia: la limpieza de los hogares (tópico que se repetiría con la Polio) y del espacio público, el blanqueo con cal, y la realización de fogatas. Éstas últimas servían para espantar al mosquito que transmite la enfermedad, cosa que ellos no sabían, pero pensaban que combatía las “miasmas”, aires propios de las zonas calurosas y húmedas que generaba, creían, le enfermedad. También lograron que, durante un período, se prohibiera a los saladeros tirar sus desechos al riachuelo.

La huída de las clases altas de la ciudad se transformó, luego de la epidemia, en una nueva geografía de clases. Abandonaron las grandes casonas de los barrios tradicionales del centro y sur (San Telmo, Barracas) y se mudaron a los pueblos de Belgrano (en 1880 serían incorporado a la ciudad cuando se federalizó, junto con La Boca y Flores) y San Isidro, ambos construidos en terrenos altos. Así quedaría configurada la división entre un sur pobre y un norte rico. Las viejas casonas se convirtieron a su vez en nuevos conventillos, donde en las instalaciones para una única familia acomodada vivían cientos de trabajadores en su mayoría inmigrantes. La polarización social adoptaba su forma urbanística definitiva.

*Historiadora UBA