La historia del sistema monetario soviético es, al mismo tiempo que la de las dificultades económicas, la de los éxitos y de los fracasos, la de los zigzags del pensamiento burocrático.
La restauración del rublo en 1922-24, en conexión con el paso a la NEP, está indisolublemente ligada a la restauración de las “normas del derecho burgués” en el terreno del reparto de los artículos de consumo. Cuando el Gobierno se inclinaba en favor del cultivador, el chervonets fue objeto de sus atenciones. Por el contrario, todas las esclusas de la inflación fueron abiertas durante el primer periodo quinquenal. De 700 millones de rublos a comienzos de 1925, la suma total de las emisiones pasó, a comienzos de 1928, a la cifra relativamente modesta de 1.700 millones que casi igualó a la circulación de papel moneda del Imperio en vísperas de la guerra, pero evidentemente sin la antigua base metálica. Más tarde, la curva de la inflación da de año en año estos saltos febriles: 2.000, 2.800, 4.300, 5.500, 8.400. La última cifra, 8.400 millones de rublos, se alcanzó al comenzar el año de 1933. En este punto comienzan años de reflexión y de retirada: 6.690, 7.700, 7.900 (1935).
El rublo de 1924, oficialmente cotizado a 13 francos, cayó en noviembre de 1935 a 3 francos, o sea más de cuatro veces; casi tanto como el franco francés después de la guerra. Ambas situaciones, la antigua y la nueva, son muy convencionales; la capacidad de compra del rublo, en precios mundiales, no llega probablemente a 1,5 francos. Pero la importancia de la devaluación muestra, sin embargo, cuál fue el descenso vertiginoso de las divisas soviéticas hasta 1934.
En lo más fuerte de su aventurerismo económico, Stalin prometió enviar a la NEP, es decir al mercado, “al diablo”. Toda la prensa habló, como en 1918, de la sustitución definitiva de la compraventa por un “reparto socialista directo”, cuya cartilla de racionamiento era el signo exterior. La inflación fue categóricamente negada como un fenómeno extraño, de manera general, al sistema soviético. “La estabilidad de la divisa soviética —decía Stalin en enero de 1933—, está asegurada, ante todo, por las enormes cantidades de mercancías que el Estado posee y que pone en circulación con precios fijos”. Aunque este enigmático aforismo no haya sido desarrollado ni comentado (y, en parte, por esto mismo), se convirtió en la ley fundamental de la teoría monetaria soviética o, más exactamente, de la inflación negada. El chervonets ya no era un equivalente general, no era más que la sombra general de una “enorme cantidad de mercancías, cosa que le permitía alargarse y encogerse como toda sombra. Si esta doctrina consoladora tenía un sentido, no era más que éste: la moneda soviética había dejado de ser una moneda; ya no era una medida de valor; los “precios estables” estaban fijados por el Gobierno; el chervonets ya no era más que el signo convencional de la economía planificada, una especie de carta de reparto universal; en una palabra, el socialismo había vencido “definitivamente y sin retorno”.
Las ideas más utópicas del comunismo de guerra reaparecían sobre una base económica nueva, un poco más elevada es cierto, pero, ¡ay!, todavía completamente insuficiente para la liquidación del dinero. En los medios dirigentes prevalecía la opinión de que la inflación no era de temerse en una economía planificada. Era tanto como decir que una vía de agua no es peligrosa a bordo con tal de que se posea una brújula. En realidad, como la inflación monetaria conduce invariablemente a la del crédito, sustituye con valores reales y devora en el interior a la economía planificada.
Es inútil decir que la inflación significaba el cobro de un impuesto extremadamente pesado a las masas trabajadoras. En cuanto a sus ventajas para el socialismo, son más que dudosas. El aparato de la producción continuaba, es cierto, creciendo rápidamente, pero la eficiencia económica de las vastas empresas nuevamente construidas era apreciada por medio de la estadística y no por medio de la economía. Mandando al rublo, es decir, dándole arbitrariamente diversas capacidades de compra en las diversas capas de la población, la burocracia se privó de un instrumento indispensable para la medida objetiva de sus propios éxitos y fracasos. En ausencia de una contabilidad exacta, ausencia enmascarada en el papel por las combinaciones del “rublo convencional”, se llegaba, en realidad, a la pérdida del estímulo individual, al bajo rendimiento
del trabajo y a una calidad aún más baja de las mercancías.
El mal adquirió, desde el primer periodo quinquenal, proporciones amenazadoras. En julio de 1931, Stalin formuló sus conocidas “seis condiciones’’, cuyo objeto era disminuir los precios de coste. Estas “condiciones” (salario conforme al rendimiento individual del trabajo, cálculo del precio de coste, etc.), no tenían nada de nuevo: las “normas del derecho burgués” databan del comienzo de la NEP y habían sido desarrolladas en el XII Congreso del partido a principios de 1923. Stalin no tropezó con ellas sino hasta 1931, obligado por la eficacia decreciente de las inversiones en la industria. Durante los dos años siguientes casi no apareció artículo en la prensa soviética en el que no se invocara el poder salvador de las “condiciones”. Pero la inflación continuaba y las enfermedades que provocaba no se prestaban, naturalmente, al tratamiento. Las severas medidas de represión tomadas en contra de los saboteadores ya no daban resultados.
Actualmente parece casi inverosímil que la burocracia, a pesar de que ha declarado la guerra al “anonimato” y al ‘’igualitarismo” en el trabajo, es decir, al trabajo medio pagado con un salario “medio” igual para todos, ha enviado “al diablo” a la NEP, o en otras palabras, a la evaluación monetaria de las mercancías, incluida la fuerza de trabajo. Restableciendo, por una parte, las “normas burguesas”, destruía, por otra, el único instrumento útil. La sustitución del comercio por los “almacenes reservados” y el caos de los precios, hacían necesariamente que desapareciera toda correspondencia entre el trabajo individual y el salario individual; suprimiendo así el estímulo del interés personal del obrero.
Las prescripciones más severas referentes a los cálculos económicos, la calidad de los productos, el precio de coste, el rendimiento del trabajo, se balanceaban en el vacío, lo que no impedía, absolutamente, que los dirigentes imputaran todos los fracasos a la no aplicación intencionada de las seis recetas de Stalin. La alusión más prudente a la inflación se transformaba en un crimen. Las autoridades daban pruebas de la misma buena fe al acusar a veces a los maestros de escuela de descuidar las reglas de higiene, al mismo tiempo que les prohibían invocar la falta de jabón.
El problema de los destinos del chervonets había ocupado el primer lugar en la lucha de las fracciones del partido bolchevique. La plataforma de la Oposición (1927) exigía “la estabilidad absoluta de la unidad monetaria”. Esta reivindicación fue un leitmotiv durante los años siguientes. “Detener con mano de hierro la inflación —escribía el órgano de la Oposición en el extranjero, en 1932— y restablecer una firme unidad monetaria —aunque fuese al precio de
una “reducción atrevida de las inversiones de capitales...”. Los apologistas de la “lentitud de tortuga” y los superindustrialistas parecían haber invertido sus papeles. Respondiendo a la fanfarronada del mercado “enviado al diablo”, la
Oposición recomendaba a la Comisión del Plan que colocara inscripciones diciendo que “la inflación es la sífilis de la economía planificada”.
En la agricultura, la inflación no tuvo consecuencias menos graves. Cuando la política campesina se orientaba hacia el cultivador acomodado, se suponía que la transformación socialista de la agricultura, sobre las bases de la NEP, se realizaría en decenas de años por las cooperativas. Abarcando uno después de otro el control de las existencias, de la venta, del crédito, las
cooperativas debían, al fin, socializar la producción. Esto se llamaba el “plan de cooperativas de Lenin”. La realidad siguió, ya lo sabemos, un camino completamente diferente, o más bien opuesto —el de la expropiación por la fuerza y el de la colectivización integral—. Ya no se habló de la socialización progresiva de las diversas funciones económicas a medida que los recursos materiales y culturales lo hacían posible. La colectivización se hizo como si se tratara de establecer inmediatamente el régimen comunista en la agricultura.
Esto tuvo por consecuencia, además de destruir más de la mitad del ganado, un hecho aún más grave: la indiferencia completa de los koljosniki —trabajadores de los koljoses— por la propiedad socializada y por los resultados de su propio trabajo. El Gobierno practicó una retirada desordenada. Los campesinos tuvieron de nuevo pollos, cerdos, corderos, vacas, a título privado. Recibieron parcelas próximas a sus habitaciones. La película de la colectivización se desarrolló en sentido inverso.
Para este restablecimiento de las empresas individuales, el Gobierno aceptó un compromiso, pagando en cierto modo un rescate a las tendencias individualistas del campesino. Los koljoses subsistían. Esta retirada podría parecer, a primera vista, secundaria. En verdad sería impropio exagerar su alcance. Si no se toma en cuenta a la aristocracia del koljós, por el momento las necesidades medias del campesino se cubren más ampliamente por su trabajo “para sí mismo” que por su participación en el koljós. Sucede frecuentemente que la renta de su parcela individual, sobre todo si se dedica a un cultivo técnico, a la horticultura o a la cría de ganado, es dos o tres veces más elevada que su salario en la empresa colectiva. Este hecho, comprobado por la prensa soviética, hace resaltar con vigor, por una parte, el despilfarro completamente bárbaro de
la fuerza de trabajo de decenas de millones de hombres en los cultivos y, con mayor razón aún, de la de las mujeres, y por otra, el bajísimo rendimiento del trabajo de los koljoses.
Para reanimar a la gran agricultura colectiva se necesitó hablar de nuevo al campesino en un idioma inteligible para él; regresar, en otros términos, de los impuestos en especie al comercio, reabrir los mercados; en una palabra, pedir nuevamente al diablo, la NEP, que prematuramente se había puesto a su disposición. El paso a una contabilidad monetaria más o menos estable fue también la condición necesaria del desarrollo ulterior de la agricultura.
Subcapítulo del Capítulo 4 de La Revolución traicionada
Edición: Maxi Laplagne