diario obrero

La Pampa tenebre | Una Incursión en el horror gauchesco

La Pampa tenebre | Una Incursión en el horror gauchesco

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Escribe Lautaro Colautti

Caía la tarde y yo holgaba sin entrar en consideraciones sobre el destino que me esperaba. Preparé un mate mientras me disponía a retomar la lectura del Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes con la última luz del sol pero el sargento Fernández me interrumpió entrando a la tienda para avisarme que el capitán me mandó a llamar. Dejé todo a medio hacer y salí. El capitán, mi viejo amigo Eusebio, me esperaba sentado observando la primera formación del crepúsculo.

–Querido Francisco, ¿Pudiste ponerte al día con tus tareas?

–Poco y nada, Capitán, me encuentro buscando algunas citas para darle forma a mis crónicas. ¿Quería pedirme algo?

–Sí, tengo un problema. Es una cuestión personal sobre la cual no quiero levantar la perdiz, por eso lo llamo a usted que no es militar de oficio–. Su rostro tomaba un tono de preocupación a medida que hablaba.

–Dígame, ya sabe que puede contar conmigo.

–Bien, como sabes, estamos terminando nuestra tarea acá, hace meses que no vemos ningún malón, las vías del ferrocarril están casi terminadas y en cualquier momento nos llega la orden de volver a Buenos Aires. Es por eso que quiero aprovechar para dejar todos los asuntos pendientes terminados de una vez para siempre. – Hizo una pausa, yo lo escuchaba atentamente sin adivinar qué me iba a pedir–. Hoy temprano vinieron unos indios a avisarme que Sayen estaba muy mal con su hijo, que ellos escuchaban gritos de su casa que no eran humanos y que ella se encontraba desesperada.

–Entiendo– dije pensativo.

–Hoy estuve en la toldería más temprano y te juro amigo Francisco, que lo que vi no pude entenderlo, creo que esa india tiene un ataque de histeria porque sabe que pronto he de partir. Mi solución como un hombre de bien fue darle una suma de dinero lo suficientemente importante como para que el bastardo viva una buena vida los próximos dos años. Respecto a esta situación, no quiero volver a ver a la india ni quiero que los soldados se involucren, creo que ya he sido lo suficientemente misericordioso. Quiero que vayas a su tienda en la toldería con los gauchos que estuvieron colaborando en la campaña, usted se lleva bien con ellos pese a sus modos y ellos conocen el territorio por cualquier imprevisto que lo requiera. Además, usted sabe más de medicina que nadie, al menos desde que los indios atravesaron al doctor Beruti, que en paz descanse y que Dios se apiade de su alma.   

Acepté sin rechistar aunque quería terminar de escribir las crónicas y los documentos por las cuales había sido convocado a la campaña. El Capitán adivinó esto último y me dio una bolsa llena de reales. –Por las molestias– dijo seriamente– repártalas con los gauchos, procure quedarse usted con la mayoría.  

Pasé por mi cabaña para cargarme el chumbo, el sable y caminé en la incipiente oscuridad hasta la pulpería que estaba a medio kilómetro del campamento. Era cierto aquello dicho por Eusebio, que me llevaba bien con los gauchos. No había sido fácil, pero mis ideas filosóficas siempre me llevaban a pensar que no importa lo bárbaro que se haya vuelto un hombre, siempre hay una posibilidad de encauzar la conducta bajo los preceptos racionales de la naturaleza. Iba así mi mente divagando en estos temas cuando llegué a la pulpería, había ya varios caballos apostados en la entrada, caminé el lodazal hasta la puerta mientras me encendía un cigarro. En el interior se encontraban diez paisanos jugando a las cartas, tomando ginebra y hablando a los gritos.

–¿Cómo le va, dotor? – me dijo Chacho, el baqueano del grupo.

–Buenas noches, queridos parroquianos– dije en tono festivo.

Me senté con aquellos hombres de pelos largos hasta los hombros, ya no me impresionaban sus caras negras rasgadas por la tierra que trae el viento, sus sombreros de fieltro, sus ponchos y sus chiripás y sus características botas de piel de yegua. Me aclimaté a la conversación hasta que confesé mis propósitos. Los necesitaba y les pagaría diez reales a cada uno. Nadie estaba particularmente entusiasmado por el encargo pero sabían que era mejor aceptar la paga que ganarse la bronca y mañana por alguna razón inventada, aguantar azotes.

 –Vamo ahora mismo– dijo Facundo, el renegado que más vorogas se cargó en la última invasión–. Tengo el presentimiento de que esto es cosa de mandinga.

Llegamos a la toldería luego de cabalgar cerca de una hora y media. Había varios fogones donde se juntaban las familias. Los indios nos miraban con su mirada fría e inexpresiva. Una anciana apareció exaltada en medio de la oscuridad y se acercó a nosotros hablando en lengua natal y señalando una de las tiendas.

Entramos y ahí estaba Sayen, la mujer que había parido el hijo de Eusebio, acompañada de un hombre que luego supimos era su hermano. Ella se encontraba pálida, no desprendía la bella vitalidad que la caracterizaba entre su raza, estaba horrorizada y con los ojos tiesos, como alguien fuera de sí. 

–¡Ese no es mi hijo! – gritó apenas entramos, señalando al bebe en la cuna.

La tranquilicé y le dije que me iba a ocupar de curar a su hijo, que se quede tranquila. Me dijo que yo no entendía, que ese no era el pequeño. Su hermano la tomó en sus brazos y me dispuse a revisar al bebé. No vi nada anormal. Tan solo pude pensar que el pequeño tenía unos ojos grandes y saltones que no se parecían a los de Eusebio o Sayen. Sin que yo me diera cuenta Facundo salió de la carpa y mientras yo le preguntaba qué cosas raras había notado en los últimos días, entró con el hierro candente de la yerra que había calentado en la fogata de los indios, y se dispuso a marcar la pierna del niño, cuando me percaté de lo que iba a hacer era muy tarde. Apenas apoyó el hierro salió humo y el bebé abrió la boca chillando con una voz desconocida y atípica para su edad y contextura.

Salté sobre Facundo y caímos al piso. Antes de que pudiera increparlo. Seyen soltó un grito desgarrador señalando al bebé, que había comenzado a hincharse. Sus ojos saltones estaban creciendo mientras su piel se tornaba morada y escamosa, le salieron dientes puntiagudos e irregulares entre las comisuras. Algo en mi estómago se retorció. Todos observamos con un horror mudo la transformación, salvo por Facundo, quien parecía experimentado en el tema y habiéndome sacado de encima bruscamente se incorporó, tomó una soga y junto a Chacho ataron a la espantosa criatura.

–¿Qué es eso? –atiné a preguntar en medios de los chillidos.

–Es un duende– dijo Juan Manuel, el guitarrero.

–¿Qué hiciste con el bebé? – le preguntó al duende Facundo mientras lo zamarreaba.

            El duende emitió un ruido con una voz chillona y desagradable que comenzó a tomar la forma de una risa.

–Salamanca, Salamanca– repitió el duende.

–La cueva del diablo– dijo Chacho apretando los dientes.

Me sentí superado por la situación, mandé a dos gauchos a informarle a Eusebio de la situación. Les dije que omitieran lo que había visto para que el Capitán lo vea con sus propios ojos. Los gauchos salieron rápidamente mientras Facundo y Chacho hablaban entre sí. El hermano de Seyen nos dijo que según su hermana el niño había desaparecido en la noche.

–Estamos a tiempo de recuperarlo si nos vamos ahora– Dijo Juan Manuel.

–¿Pero a dónde iríamos? – pregunté, mirando con desprecio al duende.

El duende me miró, me sacó la lengua e hizo un chiflido espantoso. Todos nos tapamos los oídos, cuando terminó me dispuse a darle una buena hostia a la espantosa criatura pero me detuve cuando escuchamos ruidos y gritos afuera de la tienda. Mandé a Juan Manuel afuera y apenas se acercó un tigre alzado irrumpió por la puerta, saltando sobre el hombre y abriéndole la cara de un zarpazo.

Atiné a sacar el chumbo mientras los hombres trataron de arrinconarlo. El tigre fue muy rápido, saltó por encima de Chacho, Facundo y los otros dirigiéndose hacia el duende, Seyen saltó con una daga sobre la bestia y este la de un zarpazo que hirió su brazo. Tomó al duende por las sogas con sus dientes y avanzó a salir cortando una de las paredes hechas de piel de vaca de la carpa. Le disparé y el chumbazo le rozó el lomo dejando una buena marca de sangre. Salí a correrlo junto a algunos indios pero lo perdimos en la oscuridad, al volver a la tienda me encontré con el cuadro de la tragedia: Las garras de aquella temeraria bestia habían cortado la arteria de Seyen, quién moría desangrada en los brazos de su hermano. Le vendé la cara a Juan Manuel, lo puse a reposar y reuní a los hombres que no se habían ido despavoridos después del ataque. Eramos cuatro, el primero en hablar fue Facundo:

–Disculpemé patrón, pero yo sé con qué estamos lidiando, como le dije en la pulpería mandinga metió la cola en esta tienda, por algo quiere a ese niño y por algo se lo llevó. Ahora es momento de salir a buscarlo antes de que lleguen a su cueva.

–Pero se llevaron al duende ¿cómo sabemos dónde queda la cueva? – pregunté un tanto sorprendido por que el grupo quiera salir a recuperar al niño.

–Yo conozco el terreno y acá José es bueno para seguir el rastro– Dijo el Chacho con seguridad señalando a uno de los hombres presentes. – No podemos dejar que se lleven al niño porque es un mestizo y de seguro con la sangre de dos razas va a hacer una maldad de esas que no tienen nombre.

El miedo frente al mal demoníaco no desanimó a los hombres, les dio un motivo para tomar cartas sobre el asunto, lo cual me interesó profundamente pues desalentaba mis ideas anteriores sobre la naturaleza humana. Ahora yo también me encontraba entusiasmado y decidido.

En cuestión de una hora estábamos armando una expedición con pocos víveres, cuando estábamos por salir volvieron los gauchos que había mandado al fuerte. Eusebio no se había molestado en venir, me dijo que vuelva inmediatamente al campamento para hablar de lo sucedido.

–No hay tiempo para esto –dije–. Salimos ahora mismo.

El hermano de Seyen, juntó a dos indios jóvenes que se sumaron a la expedición, cargamos las provisiones y con los primeros rayos del sol, los diez cabalgamos en dirección al desierto. 

Cabalgamos durante cuatro días, improvisando campamentos a la hora del crepúsculo. Avanzábamos en la llanura infinita sin ver más que un horizonte prolongado. La campaña nos había acostumbrado un poco a todos a la hostilidad del paisaje pero encontrarse nuevamente en una expedición siempre era algo que nos ponía a prueba. Los caballos comenzaban a mostrar síntomas de cansancio y debíamos hacer pausas cada vez más frecuentes. Facundo, quien había desertado de la campaña, suponía que por los rastros que José encontraba día a día, nos dirigíamos a la zona de las grutas detrás del bosque por el camino de las pedradas. Un territorio inexplorado por las campañas, cercano a las tribus rebeldes, pero abandonado, un lugar donde según Facundo, algunos desertores solían encontrarse a negociar y a intercambiar bienes.

Quedábamos ocho hombres puesto que al segundo día mandé a los dos gauchos mensajeros a que vuelvan al fuerte con una carta redactada por mí explicando los sucesos con lujo de detalle. No les pedí refuerzos, solo que entiendan la decisión de actuar en el momento y que esté listo para nuestro retorno. Le sugerí que con la muerte de la madre, él podía criar al bastardo sin reconocerlo, siempre y cuando fuera su disposición, habiendo compartido tantos momentos y charlas con Eusebio me podía dar el lujo de sugerir cosas que a otros hombres les hubiese costado una noche de estaqueada a la intemperie.

            Cerca del crepúsculo llegamos a un territorio que se encontraba cerca de un pantano. Facundo nos dijo que estábamos a metros de un cementerio indio, que ya estábamos muy cerca de la zona de grutas, que tal vez podíamos no acampar y seguir y llegar a tiempo. A mí y al Pampa (así comenzamos a llamar al hermano de Seyen) nos parecía que los caballos no iban a aguantar así que comenzamos a armar el campamento. Nos alejamos del pantano para no terminar cubiertos de serpientes. Cuando lo terminamos, Juan Manuel, que se encontraba con la cara vendada aunque ya casi recuperado de las heridas, había armado un fogón y se encontraba con su guitarra cantando unas payadas:

Gracias amigos por hoy

por otra noche de vida

al diablo dejen que siga

es que a matarlo voy

les prevengo no soy

tan duro como han creído

pero valiente el facón me hizo

salvaré la vida del mestizo

y así habré concluido

mi compromiso.

Su rostro vendado lo hacía parecer una momia del antiguo Egipto pero su voz era firme y tenía el tono de sabiduría que debía tener el payador. Nos sentamos y escuchamos la guitarreada. Se notaba que el Pampa y los indios disfrutaban el momento de las payadas. Cuando era mi turno de improvisar unas líneas algo sucedió, un fuego se prendió a unos cien metros, en el centro del pantano. Al mismo tiempo, nuestra fogata se apagó, como si el fuego insistente del pantano hubiera consumido el nuestro.. Un cuerpo comenzó a salir del agua pantanosa embestido por el fuego, era un esqueleto despojado de ropas. De golpe se escuchó NO HAY LUGAR. Un eco comenzó a repetirse NO HAY LUGAR NO HAY LUGAR NO HAY LUGAR… Los esqueletos brotaban de las tumbas como levitando y luego hacían pie en la tierra y en el agua. Al igual que en una pesadilla nada tenía sentido, nadie nunca había visto algo así.

 –¡Vamos! ¡al bosque! ¡Agarren las armas! – Gritó Chacho y todos obedecimos, bordeamos el pantano en dirección al bosque a caballo dejando nuestras tiendas y nuestra comida atrás.

Andamos y mi caballo cedió de cansancio. En la caída me golpeé la cabeza y me aturdí. Cuando me recompuse tenía un esqueleto casi encima de mí repitiendo NO HAY LUGAR. Una boleadora le arranco la cabeza. Era el Pampa que me levantó y me hizo subir a su caballo, juntó su boleadora y corrió detrás.

Cuando llegamos al bosque bajamos, José advirtió las pisadas de tigre en la entrada y nos avisó para que tengamos cuidado. Seguimos a pie, llevando a los caballos a nuestro ritmo. El Pampa nos alcanzó y yo le agradecí, le dije que tomará aire y que luego alcanzábamos al resto del grupo.  Chacho y Facundo se fueron liderando y nosotros esperamos unos minutos. Ya no había rastros del fuego allá a lo lejos como si los muertos hubiesen vuelto a sus tumbas, a lo mejor nos estaban siguiendo pero no podíamos saberlo.

Escuchamos un grito y corrimos. Cuando llegamos José y uno de los indios estaban en el piso sangrando mientras que el Chacho acuchillaba el lomo del tigre. Inmediatamente, la bestia se dio vuelta y se sacó al baqueano de encima pero antes de que pudiera moverse Facundo le disparó en el rostro. El tigre cayó. Mientras la partida asistía a los caídos yo vi una luz moverse entre los matorrales y sigilosamente me dirigí hacía allí. Era el duende que estaba observando el combate y que ahora se disponía a alejarse. Preparé la pistola y lo seguí. Fueron unos minutos hasta llegar a la puerta de una caverna. Antes de que el duende pudiera dirigirse hacia la cueva le disparé y le di en el hombro. Realizó otro de sus aullidos. No era bueno para la cacería anunciarse, pero lo hice con la esperanza de que el resto de los hombres tenga una referencia de mi posición. Me acerqué, saqué mi sable militar y atravesé al duende. Se retorció bajo el hierro hasta que murió. Una sangre negra y espesa manchaba la tierra y mi espada. Levanté la vista y una luz celestina emanaba de la cueva, sentí que ya nada podía detenerme. No podía encontrar en mí el hambre o el cansancio que hasta hacía unos minutos me asediaba, solo la fuerza de una voluntad ciega que me llevaba a enfrentarme a lo desconocido. Escuché pasos detrás de mí, era el Pampa, José que sangraba, Chacho y Facundo. El otro indio se había quedado cuidando a su amigo aunque por el corte que describieron parecía incapaz de sobrevivir.

Entramos a la cueva como quien saquea una aldea pero en su interior solo había una fogata azul y unas mantas viejas alrededor del fuego. Me acerqué y lo ví, era el niño original. Lo tomé en brazos y lo vi bien, no parecía otro duende, tenía los ojos de Seyen. Facundo lo observó con la mirada de un escéptico y concluyó –Parece un bebé sano.– No sabíamos qué hacer. El Pampa tomó al bebé y salimos de la cueva. Cuando llegamos a donde estaban los indios estos habían desaparecido, sólo los caballos nos esperaban. Volvimos al campamento improvisado y no encontramos señales de los muertos del pantano o de nuestros compañeros. Cenamos tigre asado y luego hicimos guardia por turnos durante el resto de la noche.

Mi cuerpo agotado apenas soportó el retorno. La herida de José se infectó y murió un día antes de llegar al campamento, hicimos un parate para darle cristiana sepultura. Chacho y Facundo permanecían desconfiados de toda la situación. El Pampa se hizo nuestro amigo y aunque estaba preocupado por la repentina desaparición de sus hombres, se lo notaba contento con su sobrino. De todas maneras y aunque todavía no lo sabíamos, él iba a tener que criarlo.

A mi regreso a la campaña, la entrevista con Eusebio no fue buena, se encontraba furioso con mi decisión de haber partido a buscar al niño y no creía nada de lo que dije, pensó que estaba loco y por la amistad que habíamos desarrollado me envió a Buenos Aires escoltado antes de tiempo. Pensó que el retorno a la ciudad me iba a devolver la cordura y en algún sentido diferente al que él pensaba, lo hizo. Pero hay noches en las que me despierto pensando en el destino de los hombres del desierto, el Pampa y el niño. Otras noches sueño con los muertos que se levantan por la noche y me recuerdan que ese no es mi lugar.