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Diego, una historia argentina

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Escribe Osvaldo Coggiola

No por esperada, la muerte prematura de Diego Armando Maradona dejó de provocar una extraordinaria y espontánea conmoción popular, en Argentina y en el mundo. Personas en las calles, a pesar de la pandemia; en Brasil, cuya rivalidad futbolística con Argentina es legendaria, el estadio del Internacional de Porto Alegre fue iluminado con los colores celeste y blanco. Por unos días, la camiseta blanquiazul con el “10” a sus espaldas (y ninguna propaganda) se transformó en sinónimo indiscutido del “más popular de los deportes” en todos los países (con la parcial excepción de Italia, donde predominó la camiseta azul clara del Napoli). El fenómeno Maradona fue mucho más allá de lo futbolístico o deportivo. Como otrora Muhammad Ali (y más que éste), Maradona significaba mucho más que la modalidad que lo hizo famoso.

Durante casi toda la última década, los boletines médicos acerca de su precario estado de salud se habían transformado en una banalidad. Desde la crisis cardíaca que lo abatió en el 2000, cuando Maradona aún no había cumplido siquiera 40 años de edad, que reveló que su capacidad cardiovascular estaba notablemente reducida, y esto en un hombre que había sido atleta profesional hasta poco tiempo atrás. En las dos décadas que le quedaban por delante, participó de innúmeras actividades, se casó y separó, tuvo hijos “ilegítimos”, tuvo (y estuvo en) espectáculos y programas de TV, asumió la dirección técnica de diversos equipos, inclusive la selección argentina, con resultados variados, en general peores que mejores, hizo negocios de todo tipo. En los últimos tiempos, las noticias (y escasas imágenes) acerca de su salud, no dejaban margen para muchas dudas.

Y, pese a todo eso, su muerte fue una conmoción. Como el capítulo final, la crucifixión, de un largo Calvario. La identificación con el Cristo no es exagerada. Maradona era, popularmente, como se sabe, D10S. En Nápoles, en los pequeños altares distribuidos en las calles del centro y los barrios históricos, la imagen de Maradona empezó a sustituir, a cubrir, las de la Virgen María y del Padre Pío. En Siria, su retrato comenzó a aparecer en muros de ciudades históricas destruidas por la guerra. Nadie se pregunta porqué, porque todo parece perfectamente lógico. Nadie mereció, hasta dónde llega la memoria de los vivos, tantos homenajes espontáneos como los que merece este futbolista de un país periférico, que ganó un campeonato argentino, dos italianos, una copa europea y una Copa del Mundo de selecciones (Pelé ganó tres Copas, y un montón de campeonatos brasileños, sudamericanos y mundiales). Y cuya carrera de futbolista competitivo terminó a los 30 años (con un renacimiento breve, y muy sacrificado, a los 33). ¿Porqué? La pregunta es estúpida, porque todo el mundo tiene una respuesta, aunque todas las respuestas sean diferentes.

Vivo, todavía vivo, Maradona fue película(s), libro, músicas (de Manu Chao, Calle 13, o la cumbia de Rodrigo), historieta, poesía, ensayo (“el dios sucio”, “el dios humano” de Eduardo Galeano), marca registrada y hasta religión, el D10S de la “religión laica del proletariado”, como Eric Hobsbawm definió al fútbol. Muerto, todos se pronunciaron: ¡hasta el gobierno francés soltó un extenso comunicado, que más parece un opúsculo literario! Centenas de artículos sobre Maradona fueron publicados en poco tiempo, en las lenguas más diversas, en una tentativa aproximativa para entender el “fenómeno Maradona”, para entender lo incomprensible, que todos entienden, sin necesidad de explicación, inclusive la gran mayoría de los que lo lloraron y salieron a la calle por su causa, que nunca lo vieron jugar “en vivo” (ni siquiera por TV).

¿Qué revelaron, qué revelan (porque sólo estamos en el comienzo) las centenas de manifestaciones? En primer lugar, que hay muchos Maradonas, tantos cuanto se desee o se imagine. Desde el capitán de un navío imaginario (la selección argentina del 86) que impuso su revancha malvinera a la Armada (selección) británica, con ayuda de “la mano de Dios” y del pie izquierdo del demonio; la repetición contemporánea de la historia de Martin Fierro; y hasta la reencarnación de los dioses romanos, Baco o Dionisio (Apolo era, por razones obvias, imposible) capaz de transformar un estadio de fútbol en el escenario de un carnaval pagano tardío. Muchas religiones en una: el ecumenismo del papa futbolero, su compatriota, no llega ni cerca de eso (el “infalible” Bergoglio sabe que, ni con todo el apoyo de la máquina institucional y financiera del catolicismo, su popularidad mundial podría competir con la muy falible máquina de cometer pecados maradoniana). Todos esas manifestaciones tienen alguna razón, a su manera.

También la tienen, su manera, los pronunciamientos negativos, en general abrigados en el anonimato de las redes sociales: drogón, gordo comilón, padre irresponsable (once hijos, la mitad no reconocidos), mujeriego, deportista irresponsable y anti profesional, menemista, misógino y hasta, sin pruebas, pedófilo, sin olvidar al grupejo izquierdista que lo calificó de “burgués que traicionó a Villa Fiorito”, en suma, merecidamente muerto en soledad en una pieza de country del Tigre, con psicotrópicos y sandwiches de miga (100% Argentina) por única compañía. Su “vida privada” (que, en el caso de Maradona, era pública) era un ejemplo negativo: cuando sus innúmeros «entornos» le decían no, los echaba al carajo y armaba otro que le dijera a todo que sí, vicios varios incluídos. Una “argentinidad” que inauguró la dictadura militar y elevó a categorías institucionales el menemismo. Decir que esto no tenía nada que ver con el “Maradona público” es una perfecta idiotez.

El nuevo #D10S nació y se crió, como se sabe, en la periferia pobre de Buenos Aires, al sur, en lugares de los que la Belén (o Nazaret) del Nuevo Testamento sentiría, probablemente, poca envidia. Su padre no era carpintero, sino obrero de la industria química. Su madre, no una Virgen visitada por el Arcángel Gabriel, sino una mujer (Doña Tota, que limpiaba casas) con ocho hijos, que a veces no comía para que sus hijos comieran. Su pesebre, una casa precaria en una “villa miseria”. De su infancia futbolera en los potreros y torneos infantiles hay un notable registro fílmico, donde Dieguito ya afirmaba, con convicción, su deseo de jugar en Boca Juniors y la selección argentina. Seguramente, muchos de sus amigos de infancia también lo soñaron y se perdieron en el camino, no siempre por razones futbolísticas. Los campeonatos de barrio “filtraban”, para las divisiones inferiores del fútbol profesional, para las fábricas o para actividades menos legales.

Su primer partido en el fútbol profesional fue a mediados de 1976, no recuerdo la fecha, era un dia de semana, cuando entró en el entretiempo en Argentinos Juniors, contra Talleres de Córdoba. Con la primera pelota que dominó, le metió un caño al Chacho Cabrera, que se quedó con el culo clavado en el piso, mirando al pibe de pelo largo que se iba con el cuero, con cara de “y éste, ¿de dónde salió?”. Yo estaba a unos quince metros de distancia, en medio de la hinchada de Argentinos, donde un hincha del bichito colorado, un caballero (sabía que yo no era de Argentinos), me había informado que iba a entrar a jugar un pibe de quince años, lo que no creí hasta que lo vi. Yo me había rajado esa tarde de la changa que paraba precariamente mi olla en Buenos Aires, para hinchar por Talleres, con una nostalgia de Córdoba que me dolía, pero no me mezclé con la hinchada de la “T” por temor a que hubiera canas infiltrados, dedicados a botonear activistas de Córdoba rajados a Buenos Aires con el golpe militar (un temor que, supe años después, estaba perfectamente justificado).

En las jugadas siguientes, el pibe continuó enloqueciendo a Talleres, que estaba muy lejos de ser moco de pavo (jugaban Baley, Galván, Oviedo, Ludueña, Cabrera, Boccanelli, Bravo, Valencia, todos de selección argentina, que ya era la de Menotti) hasta que intentó dominar una pelota de aire cerca del área tallerista, cuando un defensor de Talleres (con el que Maradona compartiría el plantel argentino en 1982), exasperado, le metió un alevoso puntapié por atrás. La hinchada de Argentinos rugió, enfurecida. Pero el mensaje estaba dado, el pibe empezó a tocar y desprenderse de la pelota más rápido. El partido terminó 1 a 0 para Talleres, gol del Hacha Ludueña en el primer tiempo (detalle no secundario, en el segundo tiempo todo Talleres se dedicó a impedir, por todos los medios, que el pibe los humillara). Salí de la canchita de La Paternal convencido, como la mayoría de los (pocos) que allí estabamos, de que había testimoniado el inicio de una historia. Fue la única vez que lo vi jugar personalmente. Según me han dicho, esos pocos que estábamos ahí, actualmente, suman más de un millón, tal vez el primer milagro de D10S: Jesucristo multiplicó panes y peces, Dieguito multiplicó seres humanos.

La primer fase de su carrera (1976-1982), fue en Argentina, en Argentinos Juniors y Boca, en ese agujero negro de la humanidad que era la Argentina de las Juntas Militares. Tal vez eso lo ocultó un poco e impidió por un tiempo su transferencia a Europa. No sólo la “plata dulce” (el peso valorizado), había también temor a ir, por cualquier motivo, a un país gobernado por mafiosos uniformados, armados y enloquecidos. Hoy ya sabemos que Johann Cruyff no quiso jugar la Copa del 78 por temor a que en Argentina los psicópatas en el poder secuestrasen a su familia (los jugadores holandeses iban a los mundiales con sus familias). Cuando, días pasados, una radio italiana me entrevistó sobre Maradona y me preguntó sobre “el gol” (aquele en que gambeteó a medio equipo inglés, en 1986) les respondí que, de esos, Maradona había hecho diez, en su primer fase argentina, sin lesiones y sin drogas. Un bolazo (no tengo cómo saber eso), pero un bolazo nacionalista, o “antiimperialista”: queria decirles, “vuestros euros (o dólares, liras o pesetas) no nos impidieron de tener con nosotros al mejor Maradona” – un consuelo de tontos para quien sabe que perdimos a Messi, entre muchos otros, por 500 dólares mensuales (el valor de su tratamiento médico para crecer).

Bajo la dictadura, Maradona no hacía declaraciones políticas, si alguno en evidencia las hacía, podía quedar chupado. Por eso es significativo el testimonio dejado por alguien, en redes sociales, de que en 1981, con la dictadura militar en su zenit, durante un amistoso de Boca en París, contra el Paris St. Germain, un Maradona de 20 años saludó con gestos ostensivos (fue el único de Boca que lo hizo) una banderola en la tribuna, llevada por exiliados argentinos, reclamando la aparición con vida de los 30 mil desaparecidos. ¿Que no arriesgaba nada, porque ya era bastante conocido? ¿Alguien sabe cómo la gastaban Videla-Viola-Galtieri y sus secuaces? Más de cien deportistas, más o menos conocidos, fueron secuestrados y muertos en esos años en Argentina. Y Maradona tenía familiares (los grupos de tareas no tenían remilgos en llevarse a familiares cuando las circunstancias no les permitían más…).

En 1982, Maradona participó en el Mundial de España, con una selección argentina defensora del poco honroso título de 1978, aunque el plantel que lo ganara fuera muy bueno. El Mundial de 1982 se caracterizó por arbitrajes escandalosos (que impidieron, por ejemplo, que los dueños de casa fuesen eliminados en la primera ronda) y por la violencia en el campo de juego que era la usanza. Argentina cayó ante Italia, en un partido en que su “marcador” (manera de decir), llamado Gentile, debió haber sido, en opinión del crack brasileño Zico, expulsado a los diez minutos de juego (no recibió ni siquiera una advertencia). El Pitón Ardiles terminó el partido con las mangas, el cuello y el número de la camiseta arrancados, con sus agresores impunes. Italia, con el mismo sistema (“catenaccio” violento atrás y dos atacantes talentosos) eliminó después al Brasil de Telé Santana (Zico, Sócrates, Falcão, Júnior, Éder, Toninho Cerezo, todos cracks) que fue, en opinión del periodismo deportivo brasileño, la mejor selección brasileña de todos los tiempos, lo que no es decir poco en un país que venció cinco Copas del Mundo. Italia acabó alzándose con el título contra Alemania, en una final mitad fútbol mitad lucha libre, en la que el arbitraje no favoreció a ninguno de los dos.

Vino, finalmente, el Barcelona y se llevó a Maradona de Argentina. Se quedó dos años (1982-1984) en el Barça, donde hizo algunas cosas geniales, pero aisladas, sin llevar a su equipo a las cumbres. Según el agente catalán de su transferencia, se pasó la mitad del tiempo enfermo o lesionado, de ahí que no triunfara en el Barça. ¿“Lesionado”? Según Joan Manoel Serrat, cantautor fanático del Barcelona, Maradona fue mejor que “los actuales” (Messi, Cristiano Ronaldo, Neymar y compañía) porque, en su época de esplendor, de fútbol 100% profesionalizado y competititivo, pero todavía sin normatividad protectora contra las jugadas violentas (los “carritos” o tijeras por atrás no eran punidos con expulsión, y eran casi permitidos), era necesario tener ojos no sólo bajo la testa, sino también en la nuca, y Maradona, el genio imparable, los tenía.

Esos “ojos”, sin embargo, no impidieron que una tijera criminal por detrás de un jugador bilbaíno, claramente destinada a sacarlo del campo de juego (el vasco ni miró la pelota, que estaba fuera de su alcance), le provocara una lesión (fractura) gravísima. En su convalecencia, los médicos llegaron a dudar de que pudiera volver a jugar profesionalmente, o que pudiera hacerlo en nivel competitivo, cuando su carrera recién comenzaba. Leí en algún lugar que fue en esa época que Maradona comenzó a consumir cocaína. Plausible. Destino y riesgo del deportista profesional en este régimen social: pasar de la gloria adinerada al anonimato (y a la pobreza) en 24 horas, por una lesión inhabilitadora. No es disculpa para la droga, pero es un buen empujón hacia ella. Después de ese episodio, lo vendieron al Nápoli, por menos dinero del que habían pagado a Boca Juniors por su transferencia (ni 5% del valor de las transferencias actuales). Dinero de la Camorra, se dice. Probable: en la Campania del Napoli, toda transferencia comercial superior a 50 dólares tiene participación camorrera… Cuando llegó Maradona, el Napoli luchaba para no caer a la segunda división italiana.

Y Maradona, ya se sabe, llevó al Nápoli (con Antonio “Careca” y varios buenos futbolistas italianos) de la lucha contra el descenso a la gloria nacional e internacional, con jugadas increíbles y goles imposibles. Como escribió un (o varios) hinchas del Nápoli en los muros del cementerio de la ciudad, el día de la conquista de la primera copa europea del equipo azul: Uagliù, nun sapit che vi sit pers! (“muchachos, no saben lo que se perdieron”). El Nápoli estableció la primera conexión de Maradona con el más allá. De La Paternal a la Boca, del Río de la Plata a Barcelona, de Cataluña a Nápoli, Italia y Europa. Faltaba el mundo. Y Maradona fue a buscarlo con la camiseta celeste y blanca. Y con un equipo. Sin él, no iba a conseguir nada.

En el Mundial del 86, Argentina comenzó derrotando trabajosamente a Corea del Sur, en un partido con jugadas dignas de una película de kung-fu. Sobre Maradona, que todavía no había sido campeón italiano, pesaba el temor de que no hubiese recuperado su forma física después de la grave lesión. Argentina avanzó en la competición hasta encontrar en los cuartos de final a Inglaterra. Aunque la “venganza por Malvinas” fue formalmente desmentida, algunos momentos del partido parecieron la continuación del enfrentamiento de 1982. “No mezclar la política con el deporte”, dice la norma. Hubiera sido bueno avisar de eso a los jugadores de waterpolo húngaros que protagonizaron la final de 1956 (Olimpíadas de Melbourne) contra la URSS, después de la invasión rusa de su país, y transformaron la pileta olímpica en el escenario de una batalla naval. O avisarle a Matthias Sindelar, el “hombre de papel”, el crack judio/austriaco que marcó los goles con que su país derrotó a la selección de la Alemania nazi, en un partido destinado a celebrar el Anschlüss (anexión) de 1938, y los gritó directo a la tribuna en que se encontraba Adolf Hitler en persona (Sindelar fue “suicidado” poco tiempo después). El deporte no se mezcla con la política, hasta que la política se mezcla con el deporte.

El primer tiempo de Argentina-Inglaterra fue de equilibrio. En el segundo, la “mano de Dios”, el gol que había que hacer, rompió el equilibrio. Pocos minutos después, cuando Inglaterra buscaba la igualdad, pagó el precio del equilibrio roto. Maradona recibió una pelota en su campo de defensa, con un amague y un toque dejó a dos jugadores ingleses atrás y entró en campo inglés. Por la derecha y con la zurda controlando la pelota, recorrió más de la mitad de la cancha dejando atrás a medio equipo inglés, que quiso pararlo usando todos los medios, los permitidos y los otros (puntapiés, agarrones, “tackles”) sin conseguirlo. Después de gambetear al arquero, un último jugador inglés consiguió finalmente empujarlo por la espalda, haciéndole perder el equilibrio, no sin que, una fracción de segundo antes, la punta del botín izquierdo de Maradona empujase la pelota hacia la red. Maradona se levantó y corrió hacia el festejo, sin saber todavía que, más que registrar una nueva prueba contundente de su talento, había quebrado una barrera que era más que futbolística o deportiva. Con el tiempo, eso hizo nacer el mito de que “ganó solo el Mundial del 86”. El que haya pisado una cancha, y en Argentina son muchos, sabe que nadie gana solo, un partido o un campeonato.

La fascinación con que ese gol, que ya tiene 34 años, ha sido asistido y asistido nuevamente en todas las pantallas del mundo, testimonia aparentemente lo contrario. Para buscar algo semejante, habría que remontar a las victorias atléticas del negro Jesse Owens en las Olimpiadas nazis de 1936. A la victoria del cartero etíope Abebe Bikila en la maratón olímpica de 1960, en Roma, cuando dejó muy atrás a los favoritos y a los profesionales… corriendo descalzo. A la victoria en Kinshasa de Muhammad Ali, que había perdido años antes su título mundial peso pesado por negarse a combatir en la guerra de Vietnam, sobre el campeón, George Foreman, el boxeador más fuerte de la historia, después de soportar una lluvia de golpes desde todos los ángulos durante siete asaltos, para aprovechar el primer momento de tregua y cansancio del adversario y nocautearlo con un contragolpe fulminante de breves segundos (el novelista Norman Mailer, testigo por necesidad periodística, abandonó el estadio sabendo que había asistido a un hito que iba más allá de lo deportivo, al que dedicó, no un artículo, sino un libro). Lo imposible sucede, sin dejar de ser imposible. Con una ventaja para Maradona: el atletismo y el box están lejos de la popularidad mundial del fútbol que, además, es disputado con una pelota, el símbolo redondo de la perfección, la hostia sagrada de la religión laica de la clase obrera. Imposible, pero no sobrenatural.

En la final contra Alemania, un simple toque de Maradona, de espaldas, puso a Burruchaga en posición en la que sólo tenía el arquero adversario por delante, para convertir el gol que le dió el título a Argentina. De vuelta al Nápoli, Maradona fue, en los años siguientes, el protagonista decisivo de los únicos títulos italianos y de la única copa europea de su equipo, llegando al pináculo de su fama y rendimiento. Que duró poco, tres años o poco más. En el Mundial del 90, Argentina llegó nuevamente a la final, contra la misma Alemania de la final precedente, pero llegó disminuida (con Caniggia suspendido y Ramón Diaz ni siquiera convocado, debido a “diferencias” con Maradona), después de la actuación épica de un Maradona lesionado en la victoria contra Brasil, y también en la victoria contra los locales, Italia. Maradona apostrofó de “hijos de puta”, frente a las pantallas del mundo entero, al respetable público que silbó el himno nacional argentino antes de la final (ambos hechos inéditos en la historia de los mundiales, los silbidos y la puteada). Aún así, Alemania sólo consiguió vencer gracias a un penal más que dudoso. Maradona lloró. Al año siguiente, un también disminuido Maradona disputó, marcando el gol de la victoria, el último de sus 260 partidos oficiales con el Nápoli por el campeonato italiano (¡con 200 goles! – sin hablar de los que hizo hacer), siendo sancionado en el control antidoping por consumo de cocaína.

En los años siguientes, Maradona buscó, en un periplo por diversos equipos (Sevilla, Boca Juniors, Newell’s Old Boys), sin éxito – los años de drogas y francachelas, sin hablar de su tendencia al exceso de peso, habían dejado su marca – aunque con breves buenos momentos, recuperar la forma y el rendimiento del pasado. Esa parte de la historia de Maradona estaba lejos de ser una fatalidad: era hijo de una época, y se transformó en el héroe de una época. Y no precisamente de la mejor, sino de la más podrida del siglo XX argentino. Los fanáticos de Maradona, una legión, le celebraban hasta la última mierda que hacía. Las únicas críticas venían de la derecha cerril fascistoide que lo odiaba por negro y peronista, o de la derecha moralista más antigua. El problema es que ese Maradona autocentrado y narcisista hasta la autodestrucción existía gracias al otro, al que había que recuperar.

Por eso, en 1994, año del nuevo Mundial, la recuperación física de Maradona se transformó en cuestión nacional, con boletines diarios en los medios de comunicación. Argentina arrancó fuerte en el torneo, con una nueva generación (simbolizada por Batistuta) y con Maradona, que marcó un golazo en la goleada contra Grecia; sería el último con la selección, se lo gritó a las cámaras de TV con cara de rabia. La crónica deportiva mundial comenzó a perfilar a Argentina como gran candidata al título. En el triunfo contra Nigeria, Maradona fue “sorteado” para el examen antidoping (se había mantenido lejos de las drogas); lo agarraron por consumo de un compuesto para adelgazar, que los médicos habían autorizado. “Me cortaron las piernas”, fue su comentario. La sanción que le aplicaron (suspensión por uso de efedrina) no tenía antecedentes; fue casi un castigo “ad hoc”.

Una desmoralizada Argentina fue eliminada (3×2) en el equilibrado partido siguiente, por una brillante Rumania, conducida por un pequeño zurdo muy talentoso, Gheorghe Hagi, cuyo sobrenombre era… “el Maradona de los Montes Cárpatos” – el reflejo del mito eliminaba al próprio mito. Así concluyó el ciclo Argentina/Maradona (jugador). En los mundiales de 1986-1990-1994 Argentina podía haber conquistado tres títulos mundiales al hilo, una hazaña inédita, de no mediar factores, digamos así, “extrafutebolísticos”, los factores externos anti-Maradona, y los nacidos del propio Maradona. No era posible permitir eso a un equipo capitaneado por un activista deportivo que había llamado a João Havelange de “ladrón”, y que llamaba al todopoderoso presidente de la FIFA, el suízo Joseph Blatter, de “jefe de mafia” (lo que fue después confirmado por la justicia común). La estructura mundial imperialista del fútbol profesional, el espectáculo más facturador y rentable de la Tierra, no podía permitir eso.

La cuestión era de clase. Maradona se caracterizó por la defensa de su categoría profesional, los futbolistas. Intentó organizar um sindicato mundial, para oponerlo a la FIFA (motivo más profundo de la persecución que sufrió). En eso era consecuente con sus orígenes, como recordó su compañero del 86, Jorge Valdano: “Un hombre que, por su condición de genio, dejó de tener límites desde la adolescencia y que, por su origen, creció con orgullo de clase. Por esa razón, y también por su fuerza representativa, con Maradona los pobres le ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la desconfianza que le tenían los de arriba. Los ricos odian perder”. Cuando se refería a sus peores rivales, como el que lo lesionó gravemente, lo hacía reivindicando su condición de jugadores, y les perdonaba sus patadas, por considerarlas naturales a la profesión. Sabiendo ser el mejor, nunca dejó de verse al mismo tiempo como un igual de sus iguales, y buscó explorar su situación de privilegio en beneficio de ellos. El consumo de drogas por Maradona, sin incidencia (o con incidencia negativa) en su rendimiento deportivo (consumo generalizado, por otro lado, en otros ambientes deportivos profesionales) fue usado como pantalla de una operación política reaccionaria y podrida con una base de classe (y de opresión nacional).

Maradona buscó liberarse de las drogas, porque lo buscó, no en centros de desintoxicación caros de los EEUU, sino en Venezuela y Cuba. En su lucha contra las drogas también quería estar en la vereda de enfrente. Maradona movilizó, o prestó su prestigio a la movilización, contra el ALCA y la visita de Bush a la Argentina en 2005, lo que lo transformó en un factor político de importancia para que el tratado colonial con el imperialismo yanqui no cuajase. Y, claro, era pagado de sí mismo (¿quien no lo sería, siendo Maradona?). Diversamente de su contrafigura brasileña, Pelé, con su conformismo autocentrado exasperante, al servicio de los poderosos e incapaz de elevar su voz contra el racismo en el fútbol (una plaga mundial); capaz de actitudes obsecuentes frente a los gobiernos y el imperialismo (adoraba fotografiarse con la bandera norteamericana). Sus declaraciones conformistas llegaran a exasperar al genial artillero Romario, autor del famoso “cuando Pelé se queda callado, es un poeta”. Lo de Pelé, declarado “el mejor de todos los tiempos” en su tiempo, posición que todavía ocupa para el periodismo brasileño, es un caso, menos de conservadurismo social y político que de adaptación del estrellato futbolístico a la máquina capitalista, que consiguió gerenciar y subordinar enteramente al fútbol profesional.

El fútbol había tenido orígenes proletarios, en el siglo XIX, primero en Europa. Su popularización, profesionalización y subordinación al circuito de acumulación de capital, lo transformó en un campo de batalla, ni pacífico ni limpio. Los países “periféricos” viven con expectativa la posibilidad de derrotar simbólicamente a los dueños del planeta, en la contienda del más popular de los deportes. Las ex colonias africanas tuvieron que esperar la descolonización para poder participar con sus propios equipos en los certámenes internacionales. El crack mozambicano Eusebio (del que se llegó a pensar como sucesor de Pelé, em 1966) fue obligado a defender los colores de su metrópolis colonial, Portugal. La independencia de las colonias y la ilusión de la “competición entre iguales” (“en la cancha, son once contra once”) crearon la ilusión de la fraternidad mundial futbolera, basada en la competición limpia y justa entre países en pie de igualdad. La sangría sistemática de los mejores de todo el mundo (principalmente de África y América Latina) hacia Europa (últimamente también hacia los EEUU y China), el dinero y medios necesarios para preparar un equipo nacional competitivo, desmienten esa ilusión a cada paso. Ni hablemos de la competición entre clubes, donde la cosa es descarada.

Francia se tornó bicampeona mundial con base en jugadores africanos o de origen africano: la broma sangrienta del último Mundial era que “el mejor equipo de África, es Francia”. La cosa viene de lejos: el primer escándalo importante fue el de los equipos de raíz sudamericana (principalmente argentina) que el régimen fascista italiano montó para alzarse con los mundiales de 1934 y 1938 (lo que motivó, por increíble que parezca, una protesta formal de la AFA). La viñeta del Mundial de 1934, hoy ocultada por la FIFA, era el equipo italiano haciendo el saludo fascista (el equipo campeón, justamente el italiano, fue conducido por Luis “Doble Ancho” Monti, capitán de la selección argentina subcampeona mundial en 1930…) [todas estas informaciones, y muchas más, constan en el libro de Simon Davis, Calcio e Fascismo]. Más recientemente, un monarca árabe intentó montar un equipo 100% brasileño para competir en los mundiales por su país-estancia petrolera (le pararon el carro: el mecanismo fútbol-capital iba a quedar públicamente expuesto). Lo que hay es un gigantesco mecanismo de acumulación de capital y de manipulación política, basado en el bolsillo del aficionado (miles de millones en todo el mundo) y en la explotación del laburante asalariado, el futbolista, muchas veces surgido de los estratos más explotados y pobres de la sociedad, o de los países más oprimidos del planeta, con la ilusión, generalmente no realizada, de “emergir” de su miserable ambiente social original.

Diego Armando Maradona, el Pelusa de los potreros de Villa Fiorito, transformado en crack mundial, fue, a diferencia de otros cracks del pasado (en primer lugar, Pelé) el “punto fuera de la curva” de esa trayectoria. La piedra contra la vidriera de la ilusión. Se hizo rico pero, como mucho se insistió, no se olvidó de dónde venía. Pero no basta con eso (tampoco lo olvidaron Garrincha, o más recientemente, Adriano, entre los cracks brasileños; o el Loco Houseman, entre los argentinos). Hace falta salir, hablar, denunciar. Y Maradona lo hizo. Organizó sindicatos de jugadores. Denunció a los capos. Le gritó, como vimos, con las palabras más fuertes que encontró, al mundo entero en una final de un Mundial, muy poco preocupado por las consecuencias del gesto en el cínico “mundo de los respetables” (o sea, de los respetados a la fuerza). Que se lo hizo pagar. Inclusive en su propio interior.

En sus entrevistas públicas, en Argentina, hablaba sin formalidades ni diplomacias. Esto importaba más que el contenido de sus declaraciones. No era un “carisma populista/peronista”, lleno de mentiras, contradicciones y demagogias. “¿Qué quieren, que vuelva a la villa?”, respondió, cuando le preguntaron por su predilección por las ropas caras. La proximidad que creaba cuando hablaba hacía que, en los cánticos de las hinchadas argentinas, Maradona fuese simplemente “Diego” (“Maradó” era un haka, un grito de guerra – y nadie llamaba a Perón de “Juan”). Como si todo el mundo tuviera derecho a tutearlo. El libro que más le gustaba sobre sí mismo se llamaba Yo soy el Diego de la gente. Su proximidad con el menemismo, que supo usarlo explotando su debilidad por las alabanzas (y otras debilidades también), lo metió más en las drogas, combustible de la “corte de los milagros” del riojano, y expresión de la completa decadencia del nacionalismo de base burguesa en Argentina.

Con todas y a pesar de esas contradicciones, escribió Eduardo Galeano: «Ningún futbolista consagrado había denunciado sin pelos en la lengua a los amos del negocio del fútbol. Fue el deportista más famoso y más popular de todos los tiempos quien rompió lanzas en defensa de los jugadores que no eran famosos ni populares. Este ídolo generoso y solidario había sido capaz de cometer, en apenas cinco minutos, los dos goles más contradictorios de toda la historia del fútbol. Sus devotos lo veneraban por los dos: no sólo era digno de admiración el gol del artista, bordado por las diabluras de sus piernas, sino también, y quizá más, el gol del ladrón, que su mano robó. Diego Armando Maradona fue adorado no sólo por sus prodigiosos malabarismos sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses. Cualquiera podía reconocer en él una síntesis ambulante de las debilidades humanas, o al menos masculinas: mujeriego, tragón, borrachín, tramposo, mentiroso, fanfarrón, irresponsable. Pero los dioses no se jubilan, por humanos que sean. Él nunca pudo regresar a la anónima multitud de dónde venía. La fama, que lo había salvado de la miseria, lo hizo prisionero. Maradona fue condenado a creerse Maradona y obligado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio. Más devastadora que la cocaína es la exitoína. Los análisis, de orina o de sangre, no delatan esta droga”.

El problema con ser dios es la religión. No la de Maradona o Jesucristo, sino todas las religiones, como lo detectaron Hegel, Feuerbach y Marx: “El suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma”. Lo de ser dios, o D10S, incluso “sucio y pecador” (como algunos del Olimpo) es un arma de doble filo. El secreto de la divinidad de Maradona, como el de la divinidad precedente, estaba en su “família terrena”. Y Maradona tuvo que enfrentarse con ella. Ya fue muy citado el testimonio de Fernando Signorini, su preparador físico: “Supe que uno era Diego y el otro era Maradona. Diego era un chico lleno de inseguridades, un chico maravilloso. Maradona es un personaje que tuvo que inventar para hacer frente a las exigencias del negocio del fútbol y los medios. Maradona no se podía permitir ninguna debilidad”. Y sus debilidades eran enormes. Parece que llegó a pedir que lo embalsamasen, para continuar siendo adorado.

Así como en la relación del misterio de la familia divina com la contradicción de la familia terrena, la familia terrena de Maradona no tenía misterios. En Argentina, la hinchada veía en Maradona al purrete, el hijo cualquiera, que había vengado simbólicamente al país, el mismo que cualquiera podía ver por la ventanilla del colectivo, mirando a los chicos de los barrios pobres que pateaban una pelota en un potrero, un parque o una plaza. “Maradona es Gardel” (el pibe pobre del Abasto), decían los pósters posteriores a la conquista del Mundial del 86.

En Nápoli, lo adoraban porque veían en él al hijo de la emigración del sur italiano que volvia a sus raíces para vengarlos de la opresión del norte, incluida la hegemonía futbolera de la Juventus, el Inter y el Milan: Antonio Venditti lo puso destacadamente en el clip de su música “Italiani di Argentina”. Ilusión: los orígenes familiares de Maradona eran gallegos, croatas y -según su propio testimonio, importante – guaraníes (cuando le vi la cara en la cancha de Argentinos, de eso no me cupo la menor duda). Poco importa: Maradona también se puso la camiseta del sur italiano, los “africanos de Europa”, contra el norte y los rubios de los países poderosos del Viejo Continente.

Fueron circunstancias, y acabaron siendo cuestiones de principios, porque Maradona lo eligió. Esa fue su grandeza, basada en su metro y 65 de estatura, con su centro de gravedad bajo (le pegaban, pero no conseguían bajarlo), que abrigaba al mejor futbolista, con un control de la pelota, un remate, un pase y una gambeta, que dispensaban la pierna derecha, y una visión del espacio de juego y de la distancia que anulaban ese defecto. Decidió, por cuenta propia, usar esos dones no sólo para dominar el mundo del fútbol, y el imaginario que en él se apoya, sino también para desafiarlo, porque no le bastaba recordar sus orígenes. Por eso se transformó en bandera. Las drogas, y sus traficantes, lo buscaron, y él los aceptó, porque los grandes también son pequeños. Sucumbió, pero antes peleó. E hizo mucho.

Habrá ahora libros, películas, Netflix, tratados filosófico-semiológicos y objetos-fetiche de todo tipo. Maradona muerto y transformado en ícono, probablemente, va a generar más lucros y capital acumulado que cuando estaba vivo. La lucha por el “capital simbólico” Maradona recién comienza, y va a ser feroz. Durará un tiempo. Dejémosla de lado. Si lo hicieron dios en Italia (donde llegó ya hecho), queda para Argentina la tarea de rehacerlo hombre. Con todas sus contradicciones. No caigamos en la estupidez: el mito es para hacer dinero (ni el Che Guevara se salva de eso), el hombre es para hacer un país. Que la Argentina de los barrios, los colegios públicos y las fábricas, del estudio y del trabajo, que lo hizo nacer y vivir, lo rehaga en su plena humanidad, genialidad y generosidad, bajeza y mierda, y sobre todo, las circunstancias que lo hicieron posible, incluídas. Eso, que es nuestro deber, va a darnos un lugar en el mundo y en la historia.

10 respuestas a «Diego, una historia argentina»

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